23.9.08

Más de lo mismo

Un hecho real Como a casi todos últimamente, a Harry, lo conocí en el bar. Bordeó nuestra mesa y nos miró con cierta timidez de extranjero, sonriendo, a la espera de que alguno le dirigiera la palabra. Un momento después ya estaba sentado, bebiendo con el grupo como uno más. Cosas como estas suelen ocurrir. Harry decía ser irlandés, y aunque su aspecto no lo desmentía –rubio, flaco, alto, pelo corto y barba de 2 días-, al principio dudaba de que fuera un actor, uno muy habilidoso, haciéndose pasar por turista y tomándonos el pelo. A medida que la noche transcurrió me di cuenta de que no era así. Nosotros lo jodíamos preguntándole si era del IRA. Fumamos en el baño y salimos del cyber. Nana se fue y viajamos con Bonzo, el irlandés, y Doval, a casa del viejo pescador. Compramos un par de cervezas y pasamos un rato en el garage. Bonzo se entretenía como un niño con el irlandés, quien le enseñaba llaves de judo. Doval y yo leíamos poemas y los comentábamos ante la mirada estupefacta de Caro que –perdón, la había pasado por alto-, también estaba allí. Lo invitamos a fumar sucesivas rondas y Harry se sintió en confianza. Me imaginé, poniéndome en su lugar, que había llegado al lugar deseado. Al puerto donde los vagabundos son tratados con respeto, con hospitalidad, música extraña, poesía y drogas comunitarias. Y así, de pronto Morón, un parador sudamericano del movimiento en el sin sentido de la distancia entre Buenos Aires y Belfast. Alrededor de las 3 o 4 de la madrugada dimos al viejo pescador un descanso y partimos de regreso al centro. Bonzo y el irlandés clamaban por una cerveza más desde el asiento trasero de Charly, mi 128 rural, de modo que paramos en un pancho 69 de avenida Irigoyen a cargar combustible. Esas últimas dos cervezas las tomamos manejando por las callecitas de Morón, charlando cosas ciertas hasta el punto final de una pupila. Harry estaba alegre. Antes de irse me pasó su celular y yo le di el mío. Una o dos semanas después lo volvimos a ver en el bar. Pero nosotros éramos muchos, y tal vez esto sumado a su vacilante condición de extraño, o a alguna otra urgencia, determinaron que Harry no se quedara por mucho tiempo. Sólo se acercó, con un vaso de cerveza en una mano y la botella en la otra, fue puras sonrisas un instante y volvió a perderse entre las computadoras del local. Desde entonces no volví a verlo. Ayer, boludeando con el celular, borrando números viejos, vi su teléfono y pensé en llamarlo, o al menos mandarle un mensaje. Pero -como suele suceder- no lo hice. Lo pensé un momento y no lo hice. Quizás ese mensaje casual hubiera cambiado el rumbo de esta historia. Hoy, después de la radio, fuimos con Nana a tomar una cerveza. Estábamos hablando de quien sabe qué, cuando Nana asoció algo y pensó en Harry. Entonces me pasó una hoja de diario doblada en 4, por encima del escritorio. Vi esa hoja como si fuera un objeto traído desde otro mundo, un diario de juguete y a su vez una replica perfecta, real, perfectamente real, el absurdo confirmándose a sí mismo. En la hoja decía: “Investigan el crimen de un turista irlandés, baleado en Castelar”. “La victima se llamaba Harry Christopher, tenía 28 años y decía haber nacido en Belfast, capital de Irlanda del Norte.” Me sentí muy mal, e inclusive ahora tengo la sensación de que algo muy grave ha ocurrido. De que esto es una señal clara e indefectible de algo que no podemos prever. No necesariamente algo malo, pero la señal está aquí.
Le dije a Nana que me sentía un poco culpable, por hacer sentir al tipo que Morón era un buen lugar. Quizá Harry había bajado la guardia. Se había confiado. O quizás nada de esto.
Justamente llegó Lhoner, proponiendo, como se suponía también en el diario, que el asunto era más turbio que un simple homicidio por robo. Drogas, ajustes de cuentas, el FBI, la INTERPOL. Le dije que no era así, que yo lo había conocido, que Harry era una buena persona. Lhoner nunca compartió mi certeza. Dijo que yo no lo conocía como para saber si era o no un traficante o algún tipo de agente. Le dije que al menos lo conocía mejor que él, que no lo había visto ni una vez en su vida. Además Harry buscaba la compañía en vez de evitarla, cosa que hizo por desesperación, por estupidez o por pura inocencia de no conocer el territorio o basarse en impresiones falsas. Como la que nosotros le dimos en el garage aquella noche. En el recorte periodístico se mencionaba un tatuaje de águila que cubría la mayor parte de su espalda. Lo recuerdo, como también su sonrisa, los gestos vivos. No fue nadie para mí pero pudimos alcanzar un entendimiento, cierto pacto, un acuerdo a menudo esquivo aun para quienes se ven todos los días. Fue breve la despedida, en Machado y Mendoza, al bajarse de mi auto. Llevaba intacta su alegría de amigo, como un mensaje contra el tiempo. Intacta mi seguridad de que su historia continuaría desarrollándose con la nuestra. Y en cierto modo, eso está hecho. Y yo en pocos días cumpliré 28 años. Y Harry, ahora, está muerto. Tal vez un mensaje de texto hubiera cambiado todo. Cuando le cuente al viejo Doval, no lo va a poder creer.

1 comentario:

Anónimo dijo...

muy bueno es la primera que lo leo
AGUANTE EL I.R.A . Harry not dead
BONZO