10.7.11

1. el atardecer desatado


El chico se paseaba entre las góndolas posando sus manos alternativamente en esta u otra fruta. Por fin se decidió por una naranja que lucía muy apetitosa. Miró a uno y otro lado cerciorándose de que nadie lo viera y sacó del bolsillo una pequeña navaja gitana que le había regalado su hermanita menor. El pilluelo cortó la naranja de modo irregular y sin dudarlo un instante la mordió, a hurtadillas, sentado contra una pila de latas de conserva.
Estaba deliciosa. Un líquido azul, brillante, chorreó por las comisuras de sus labios.

El hombre dejó la maqueta del avión sobre la mesa. Voló con su mente hasta el techo e imaginó la liviana estructura de aluminio, recontó en su mente la cantidad exacta de pernos especiales y se rascó la cabeza. Aun con la mirada perdida se dirigió a la ventana por donde entraba un viento suave y dulzón, antecesor de tormentas, removía blancos papeles colgados en las paredes de la habitación. Al caminar hacia la ventana pasó frente a un espejo barato que había comprado a un viandante. La forma levemente deformada que devolvió (el espejo, no el viandante, quien -según se dice- partió a trepar el monte Caruthers armado con un tenedor) mostraba a un hombre alto, flaco, adulto aunque de edad indeterminada entre los 30 y los 50 años, entre una expresión y otra, entre el despertar de un sueño cómico y el nudo de una película de ciencia ficción. El escaso pelo que poblaba su cabeza se veía siempre parado, ondulando como las puertas vaivén de una cantina solitaria. El tipo se apoyó en el alfeizar de la ventana, cerró los ojos y aspiró. Expiró el aire en tres breves pausas y abrió grande la boca, grande, como si fuera a gritar, pero no dijo nada.

Había aprendido a hablar pero rápidamente dejó de hacerlo porque tenía la sensación de que su voz no tenía la musicalidad o el tono normal de las demás voces. No podía escuchar con normalidad tampoco. Sentía apenas débiles silbidos, o bien exclamaciones lejanas como las que produce un barco, un oboe o algún instrumento de vientos con nota grave. Esa mezcla particular componía su mundo sonoro y le hacía acordar a las ballenas. Pensaba en ballenas silbadoras comunicándose entre sí, predicándole secretos a las algas movedizas, haciendo sonar la nota grave y satisfecha al absorber una gran bocanada de plancton.

El mudo vio por la ventana a un muchacho sentado sobre una escalera de mármol que hacía la entrada de una de las antiguas casas con sótano que se alzaban enfrente. En ese mismo momento, el muchacho saludó a alguien, pasando su mano despacio por el ala delantera de su sombrero. El mudo observó hacia abajo, en dirección a donde viajaba el saludo, pero no vio a nadie. El sombrero tapaba los ojos del joven, de manera que este parecía no verlo. El mudo dio la espalda a la ventana y observó la maqueta del avión apoyada sobre la mesa. Se acercó y tomándola entre sus manos midió su peso, detuvo la yema de sus dedos por unos instantes en la áspera superficie de madera balsa y sintió el impulso de arrojar el avión por la ventana. Y de que el avión lo llevara con él.
Cuando se asomó nuevamente a la calle de inmediato vio dos cosas. Una, que un coche de policía estaba detenido en la vereda enfrente. Tres uniformados conversaban con una señora gorda, escrutando con seriedad los alrededores. La segunda, que el muchacho del sobrero había desaparecido. Un cuarto hombre, que no había percibido hasta el momento bajó del patrullero. Vestido de civil, probablemente un detective, observó las escaleras donde se había sentado el muchacho, pasó la mano por uno de los escalones, como si comprobara la existencia de una fina capa de polvo, o la presencia de un hermoso lunar bajo el labio de una joven. Luego el detective se giró sobre sus talones, levantó la vista, y miró directa, exactamente, hacia la ventana donde se encontraba él.